Ciudad de No II: Lovers like Flames

domingo, 19 de febrero de 2012

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Imagina…

Imagina una noche oscura, no muy diferente de ésta, en la que la lluvia arrasa las callecillas de la ciudad de No, ocultando por un instante la fealdad y la suciedad, desempañando el viejo esplendor de la urbe. No hay luna, pero no hace falta. Las estrellas, más cercanas y brillantes que nunca, cuelgan sobre los edificios como el decorado de un humilde teatro, casi artificiales en su belleza. Irónicamente, se respira paz, algo no demasiado común.

Súbitamente, se rompe la calma de la madrugada. En un primer momento no es más que un sentimiento de desasosiego que turba los corazones. Después, llega a los oídos de los insomnes el primer rastro del disturbio; el rugido de un gran incendio, que prospera a pesar de la lluvia, furioso y crepitante. En el centro, los primeros testigos se arremolinan en torno al edificio más importante de la ciudad, la torre Magenta, que hace más que nunca honor a su nombre. Cubierta de rojas lenguas de fuego, la imponente construcción se tambalea y gruñe bajo su propio peso, creando una visión salida de una leyenda de dragones y batallas.

No muy lejos de allí, una figura pequeña e insignificante corre sin dirección y sin esperanza, como alma que lleva el diablo. Sus pisadas aterrorizadas resuenan a su alrededor y se pierden por los recovecos del peor barrio de No. Huye aunque no le persigan aún. Y todo porque el edificio está en llamas y, por una vez, no es culpa suya.


En los círculos adecuados, cualquiera podría hablarte de Chispa. Delincuente chapucero de profesión y pirómano de vocación, caradura y algo temerario, muchos decían que su falta de sesos acabaría con él y, en esos momentos, el muchacho estaba de acuerdo. En cuanto la noticia del desastre de Magenta llegase a oídos de los interesados, podría considerarse hombre muerto. Nadie creería que no había tenido nada que ver con el incendio - y menos el dueño del edificio y sus secuaces, que no eran conocidos por ser personas amables y comprensivas.

Sin aliento, empapado y desorientado, se introdujo finalmente en un bar, no muy diferente de éste: un tugurio infecto, atestado de humo de cigarro y de efluvios de alcohol. Sabía que no podía acudir a sus escondrijos habituales, así que ese sería tan buen lugar como cualquier otro para esperar lo inevitable, se dijo. Se acercó a la barra y pidió un whisky. Nunca le había gustado el alcohol ni nada que le hiciese perder el control pero consideraba que las de esa noche eran circunstancias especiales. Se volvió y observó el local. Pocos clientes aquí y allá; el lugar parecía acoger un silencio de muerte, incluso al fondo, en la mesa más concurrida. Se acercó, atraído como una polilla a la luz. Pasó junto al sillón en el que una niña de unos doce años dibujaba intensamente en un cuaderno mientras bebía absenta y yogur, reprimiendo un escalofrío, y se quedó de pie junto a los mirones que observaban la partida de póker.

Allí estaba ella, con sus inseparables gafas oscuras. Encendía un cigarro tras otro, como siempre, y se aferraba a ellos hasta que se consumían, sin acercarlos ni una vez a sus jugosos labios de frambuesa. Iba ganando, como era de esperar, y la mesa se había vaciado progresivamente hasta que solo un contrincante resistía. No podía jurarlo, pero el chico creyó ver que Ojazos alzaba una ceja al atisbarle entre la multitud.

Recordó entonces cómo, por una pirueta del destino que apenas había podido creer, en el pasado había podido amar a la célebre jugadora de cartas. Se trató tan solo de una noche, en la que el chico había perdido casi todo lo que poseía ante ella, hasta la cordura. Ella, a su vez, divertida por su audacia y atraída por su sonrisa de bebé tiburón, le había mostrado su gran misterio, algo que casi nadie había visto nunca. Sus enormes y vulnerables ojos color violeta, que mostraban lo joven que era en realidad. Habían estado juntos hasta el amanecer en la pequeña habitación alquilada del muchacho y, desde entonces, no había vuelto a verla; lo había estado evitando. Sin embargo, no había podido quitarse su dulce sabor de los labios, ni desterrar el aroma de su pelo de sus recuerdos.

Cuando el último jugador sucumbió ante su maestría, la chica habló, cosa que raramente hacía. Solo una palabra cruzó sus labios, haciéndole estremecer: “¿Juegas?”

No tuvo ni que pensárselo. Se sentó ante ella, importándole un bledo endeudarse hasta las cejas. Si iba a morir, prefería pasar la noche allí a su lado. Un par de horas más tarde, no le pertenecía ni la ropa que llevaba puesta y era más feliz que en mucho tiempo. Los mirones habían desaparecido, el bar estaba desierto y tan solo la niña les acompañaba, aún inmersa en su arte. Ojazos sonreía y permitía que hablase sin parar, ganándole una y otra vez.

Sin embargo, el descanso no podía durar. La puerta se abrió con estrépito y el filo de una cuchilla halló el camino a su garganta. Le preguntaron dónde había estado esa noche, un puro formalismo, ya que pensaban matarle igual. Permaneció inmóvil, observando a Ojazos por última vez, cuando una voz se alzó tras él.

- Aquí. Ha estado aquí. Con nosotras.

La niña había hablado. Quien supiera algo de la ciudad de No, sería perfectamente consciente de que uno no tomaba sus palabras a la ligera. Los secuaces que le aferraban le soltaron como si quemase. Tipos listos. Dirigieron una última mirada a la niña, que parecía haberse olvidado de ellos, y salieron por la puerta sin una palabra más. No había más que decir. Ni siquiera el muchacho se atrevía a preguntar por qué lo había ayudado, pero la criatura alzó sus ojillos azules como si leyese su pensamiento.

- Haces que ella esté alegre. No puedo permitir que te maten. – se concentró de nuevo en su dibujo unos instantes. Después, volvió a levantar la cabeza de mala gana, irritada. – Deja de mirarme.

Con alivio, obedeció y se encontró con unos preocupados ojos color violeta. Un instante más tarde, unos labios chocaron con fuerza contra los suyos. Ojazos le besó una y otra vez, aliviando la tensión y el miedo anteriores con pasión y violencia. Lo tomó de la mano y lo llevó hasta el piso que ocupaba, sobre el bar. Le quitó lentamente la ropa aún húmeda y preguntó.

- ¿En qué lío estás metido?
- ¿Por qué me has estado evitando?
Se observaron con intensidad, comprendiendo que había cosas que no podían compartir con el otro. Sin embargo, al menos sepermitirían aquella noche. No iban a desaprovecharla.

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