Ciudad de No IV: Fundirse en luz

domingo, 14 de abril de 2013

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Los rayos de sol alancean la cama y le arrebatan el escaso refugio del sueño. Con un quejido, Ojazos se levanta y recuerda repentinamente que no tiene nada que hacer. Nada que hacer, ¿no es sorprendente? Un lujo así en una ciudad tan tirana como No. Se estira en la cama, meditando sobre las posibilidades. La luminosidad rayada que se abre paso por la ventana sucia la asemeja una pequeña tigresa que se despereza antes de la caza.


No es hasta que termina de despertarse que el peso de la realidad cae sobre ella. Puede que no tenga trabajo que hacer, pero sí tiene compromisos. Aferrándose al buen humor que ya la está abandonando, desecha su “uniforme de trabajo”. Los vaqueros, la camiseta negra y la cazadora de cuero se quedan en el suelo de la habitación. Aprovechando el buen tiempo, se enfunda un vestido color lavanda que realzaba sus ojos - algo incongruente con el resto de su armario, vestigio de otro tiempo. La prenda le hace sentir de nuevo como aquella chica que iba a comerse el mundo. Una sonrisa de tristeza aparece para saludarla desde el espejo. Como diciendo que, aunque todo estuviese perdido, al menos lo había tenido. Se suelta el pelo y deja olvidadas sus gafas oscuras sobre la mesilla. Ese día, más que nunca, quiere alejarse de Ojazos.

Baja al bar a desayunar café negro con leche y una cucharada de cacao en polvo. El barman ya casi lo prepara mejor que ella. Bajo la taza asoma una nota, presagio de malas noticias. Al leerla, gruñe por lo bajo. Apura el café y se pone en pie, ansiosa por enfrentarse al día y olvidarse del muchacho que no la deja en paz, llenando su vida de notitas como si fuesen dos colegiales. Sintiendo que ni el brillo del sol parece ser suficiente para salvar el día que se le escapa entre los dientes, rebusca en el bolso con la esperanza de encontrar alguno de los caramelos que suele llevar ahí escondidos. 

Nada. Tabaco y más tabaco. Gruñe de nuevo y se vuelve hacia la puerta.La niña la espera allí, con una rojísima piruleta en la mano.

- No es tan tonto como crees. Y no se va a rendir. Creo que eso es bueno, ¿no?
- Prueba a ser tú a quien acosa. ¿Me vas a acompañar hoy?
- No. – responde, sombría. – No quiero ir adonde te diriges.

Ojazos no la culpa; ella misma no quiere ir adonde se dirige. Sin embargo, toma el autobús y recorre la ciudad bajo la diminuta tregua del buen día, con la esperanza de que no todo acabe como siempre lo hace. En menos de una hora se encuentra ante el edificio, una casita de una sola planta con un microscópico jardín que muestra lo mucho que alguien se preocupa por él. A pesar de ser una empresa perdida.

Tengo a quien parecerme, piensa mientras llama a la puerta, con la mirada clavada en la puntera de sus playeras.

- Mi niña, qué alegría. – La voz baja, como no queriendo molestar; los brazos débiles que aprietan, pero sueltan enseguida.
- Mamá.

Mirarla a la cara equivale a sufrir, pero Ojazos ya es experta en ese arte y lo hace. Su madre, de apariencia insignificante pero meticulosamente cuidada dentro de su miseria - tanto como su pequeño jardín, la hace pasar. Se sientan ante un té que ninguna toca. Hablan bajo, de nada. Dos extrañas que dejaron de conocerse cuando ella tomó su decisión.


- ¿Cómo está? – Corta por fin el mar de naderías en que su madre la ahoga.
- Mejor, hija, mejor. Gracias por…
- No es nada. Debería irme. ¿Necesitas algo?
- No, no. Pero, ¿no vas a pasar a verle? Le gustaría.

Se marcha sin una palabra más, huyendo a toda prisa de algo que nunca la dejará ir. A pie esta vez, se dirige a un solar cercano, que guarda los vestigios de haber sido un parque en una vida pasada. Se sienta sobre una vieja lavadora rota y deja que el sol la bañe. Por algún motivo, no obtiene placer en su más viejo pasatiempo. Silencio y sol.

- ¿Por qué sigues haciéndolo? – le pregunta la voz de la niña, desde algún punto cercano. – No vas a conseguir nada de él. No su amor, al menos.
- ¿Sabes? Aquí fue donde se acabó. Aquí mismo. Pero claro que lo sabes. – Cuando no recibe respuesta, se siente obligada a continuar. – Aquí fue donde cogí un hierro y lo golpeé hasta que quedó inconsciente. Aquí es donde firmé mi sentencia.
- Se lo merecía. Además, no eras más que un cachorro humano asustado, ¿qué ibas a hacer?
- No lo sé, pero no estaba asustada. Estaba harta. Quería matarlo, de verdad. Y lo único que conseguí fue herir de muerte a mi madre. 
- Ella decidió seguir así, ser así. No es cosa tuya.
- Decidió, pero yo también. 

No puede quererla. No después de todo lo que ha visto y callado, todo lo que ha permitido. Pero puede hacer su vida mejor. Ser Ojazos, ya que no puede ser la niña y ganar el dinero que la mantiene a flote. Pagar por lo que hizo.

- Ahh, redención. Quieres que alguien te perdone. La historia te perdona, Ángela, si eso te sirve de consuelo.

Con los ojos aún cerrados, se deja caer hacia atrás. Hasta que está tumbada en el montón de escombros y el sol la cubre como una manta. Redención. Busca el perdón, es cierto. Cualquier otro día le hubiese parecido inalcanzable, pero no ese. Gracias al sol y a la maldita niña. Por fin ve una luz al final de su túnel. Piensa que quizá cuando haya trabajado lo suficiente y haya podido sacar a su madre de No, pueda perdonarse. Que pueda quizás llamar a Chispa. O que le sea posible simplemente sentarse al sol, disfrutar de su caricia y sentirse limpia de nuevo. Que el sol la llene por dentro y que sus rayos la perdonen y vuelvan a aceptarla como suya. Llegar al cielo y fundirse en luz.

Una sonrisa curva sus labios ante la idea, la primera genuina en mucho, mucho tiempo.

Imagina… fundirse en luz. 

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